HEKONSTRUCCIONES
1. El rompecabezas
Disponible en la antología KALPA IV "Relatos de brujería de Castilla y León"
Dicen que fue hace tiempo. No lo suficiente
para olvidarlo, claro, pero sí para que la imaginación de las gentes, entre las
cuales me encuentro, den una visión incomprensible de un mundo que, al final,
por fuerza, resulta invisible a cuantos creen que no existe. Como esa improvisada
hoguera en medio de una espesura insondable haciendo crepitar sus llamas sin
parar, como entonces… Esa hoguera que, con sus crujientes estallidos, rompía el
aterciopelado cristal de la nocturnidad del Faedo de Ciaña, un acogedor enclave
de la provincia de León caracterizado por sus puentes de piedra, sus bosques de
densas brumas y un acre olor a humedad, mezclado con la putrefacción de ciertas
algas autóctonas, que aquellos inseparables amigos, arremolinados desde hacía
un buen rato alrededor de ella, eran incapaces de apreciar en el ejercicio de
asar el puñado de salchichas que les servirían de cena. Como si fueran mosqueteros,
alargaban sus estacas disfrutando del olorcillo que subía al quemarse la grasa.
Sus risas, cánticos y chanzas alegraban el frondoso y misterioso emplazamiento
con una especie de irrealidad velada. Nada fuera de lo común ni nada más
divertido para ellos hasta que, inesperadamente, ésta fue víctima del furtivo
aullido de un lobo.
De inmediato, la idílica escena se congeló,
pintando un fresco campestre ahogado de añiles y celestes. Ni siquiera la
hoguera parecía querer moverse.
—Habéis oído eso igual que yo, ¿verdad?
—exclamó uno de los muchachos. Uno rubio con el pelo cortado a cepillo en cuya
sombra cabía la de todos los demás.
Éstos asintieron temblorosos con la cabeza,
esgrimiendo en alto sus brochetas como si de ellas pudieran improvisar un arma.
—Pablo —continuó el muchacho con la voz
quebrada dirigiéndose a quien, desde enfrente y bajo unos rizos negros como el
carbón, le miraba suspicaz esperando el motivo adecuado para descargar su
exceso de testosterona—, te dije que no era buena idea salir del pueblo sin que
lo supieran nuestros padres.
—No digas gilipolleces, Feli —le espetó éste
enseguida apuntándolo con su estaca—; una aventura es una aventura.
El rechoncho chico contestó acobardado:
—No, si ya, pero...
—No,
si ya, pero… —se burló Pablo— la nena a lo mejor tiene miedo de que
se lo coman los lobos o de que venga el hombre del saco y se lo lleve. ¿Quieres
unos pañales?
—Bueno, dejadlo ya, ¿queréis? —interrumpió
uno flacucho y descolorido cuyo único rasgo distintivo eran las redondas y desproporcionadas
gafas que amenazaban con despeñarse por su huesuda nariz—. Hemos venido a
divertirnos, no a discutir. ¿Por qué no nos acostamos ya y mañana temprano nos
vamos a pescar al riachuelo de ahí atrás mientras Juan hace las fotos que
necesita?
—A mí me parece bien, Carlitos —afirmó Pablo, nuevamente burlón—, pero... ¿le parecerá
bien a la nena?
—Bueno, Pablo —interrumpió de nuevo el de
las gafas sin dar opción a réplica—: ¡déjalo de una puñetera vez! —Luego
dirigió la vista hacia su otro amigo—. ¿Tú qué opinas, Felipe?
—Me parece bien.
—¿Y tú, Juan?
Los tres se giraron hacia un punto oscuro
más allá de la hoguera.
La extraña cara de su amigo, oculta hasta el
momento entre las sombras, emergió de repente como por arte de magia. Sigilosa.
Iluminándose poco a poco con el resplandor de las llamas mientras estas
agrandaban unas orejas ya de por sí desproporcionadas y una hundida frente a
cuya orilla acudía rala una especie de borra oscura.
Sin decir nada, sus brillantes y rasgados ojos
color esmeralda se clavaron en las mudas caras de sus amigos a la vez que esbozaba
una maliciosa e insinuante sonrisa.
—¡No!
—comenzó enseguida Felipe adivinando las intenciones de Juan—. No voy a volver
a sentarme contigo para que me cuentes otra de esas absurdas historias tuyas.
—¿Por qué no? —inquirió Juan divertido,
masticando un trozo de salchicha sin molestarse en cerrar la boca.
—Tiene razón —saltaron enseguida los otros
dos—. Lo podríamos pasar muy bien.
—Luego tendremos pesadillas —volvió a
intervenir Felipe haciendo el gesto de levantarse.
Esta
vez, el resto le miraron muy compresivos. Diríase que aliviados:
—De acuerdo, de acuerdo, —comenzaron—, vete
a la cama. Nosotros vamos a quedarnos levantados por si pasa algo raro.
Cogiendo la indirecta, el asustado muchacho
se sentó de nuevo mientras el resto de sus compañeros se acomodaban para la
sesión.
—Bien, Xuanín —preguntó ansioso Pablo usando
el apelativo que tanto le gustaba para su amigo norteño—: ¿Qué historia nos vas
a contar esta noche?
El aludido dio un par de teatrales vueltas a
la hoguera en un acto de profunda concentración:
—Oh, una… ¡bastante terrorífica! —exclamó
lanzando un inesperado gesto de ataque depredador al asustadizo Felipe.
Todos rieron. Todos, menos Felipe, claro.
—Bueno, bueno. Eso ya lo veremos —volvió
Pablo a la carga—. Que la del fin de semana pasado fue una mierda.
Juan volvió a sonreír malévolo:
—Pero si os cagasteis de miedo…
—Pues por eso… —recogió Pablo la antorcha.
Nueva risas generales.
—Bien entonces. Acercaos y escuchad —pidió Juan
aplicando un exagerado tono dramático.
Los cuatro chicos se arrimaron a la lumbre,
fundiéndose en una atmósfera propia de un cuento de fantasía que empezó tal que
así…
* * *
>>Imaginad…
>>Imaginad un bosque como éste, pero sin
ningún atisbo de civilización y sumido en la oscuridad más impenetrable. Sólo
el trémulo destello de un a luna mortecina penetraba asustado las copas de sus
frondosos árboles en algún que otro lugar.
>>El cielo estaba despejado y las
estrellas brillaban como farolillos incandescentes. Las montañas amurallaban el
horizonte y los ruidos misteriosos imperaban co
—¿Qué es imperar? —interrumpió de pronto
Felipe con cara de bobalicón.
Los otros dos chicos le dieron un capón como
respuesta.
Juan sonrió y continuó sin contestarle. Intentaba
no perder aquella inspiración tan profunda que no hacía sino dejarle la mirada
perdida como si estuviese en trance:
>>Pues bien. Aunque no lo creáis, en
medio de ese bosque, en lo más profundo, brillaba una luz. Una luz que parecía
ultraterrena; algo que destacaba desafiante entre aquel ébano colmado de
relieves.
Felipe iba a preguntar de nuevo, pero se
calló; Aquellos ojos exorbitados en los rostros de sus compañeros, los labios
inferiores mordidos con saña y unos brazos en alto, preparados para caponear,
bien valían su ignorancia.
Juan seguía:
>>Por muchas cosas raras que podáis
imaginar, aquella luz no era otra que la de una destartalada cabaña erigida en
un claro solitario. Una cabaña en cuyos alrededores los extraños sonidos
propios del lugar parecían disminuir, haciéndose sorprendentemente mudos justo
antes de su umbral.
>>La gente de la zona sabía por qué.
>>De la vieja chimenea, borboteaba un
humo amarillento y sulfuroso. Casi tan amarillento como la luz de su ventana,
la cual, a medida que uno se acercaba, iban tintándose extrañamente con tonos
rojos y púrpuras.
>>Y es que, si alguien era capaz de
atreverse a llegar tan cerca, al dar una furtiva ojeada a través de los
cristales descubriría sorprendido la desgarbada figura de una anciana sentada a
una mesa, afanándose con algo que entretenía sus manos.
>>Nadie sabía quién era aquella
encorvada, arrugada y verrugosa mujer, al igual que nadie conocía su edad. Lo
que sí sabían las gentes de los pueblos limítrofes era que por las noches no
convenía acercarse por el bosque pues el gato negro que dormía en el jergón frente
a su infernal chimenea era capaz de avisarla a la velocidad del diablo.
>>Durante años, muchos fueron los
niños que desaparecieron sin ninguna explicación.
>>¿Qué fue de ellos?
>>Ni sus huesos fueron encontrados,
pues se decía que los molía en un mortero para hacer ungüentos…
Los chicos se miraron unos a otros tragando
saliva.
Juan prosiguió solemne.
>>Aquella noche, la fea y horrenda
mujer se levantó de la recia mesa de roble que sustentaba su trabajo y se
acercó al maloliente y humeante puchero que colgaba del hogar. Allí, y haciendo
uso de una garcilla de madera desgastada por los años, echó una bazofia de color
incomprensible sobre la mugrienta escudilla de su querido gato.
>>Al olor de las viandas, el gato abrió
un párpado dejando entrever un iris esmeralda. Luego, bostezó estirando sus
patas delanteras, se irguió y saltó al suelo. Ronroneando, hundió enseguida el
hocico en el cuenco mientras la anciana volvía a la mesa a seguir con su tarea.
>>Parecía ansiosa. Ansiosa y
preocupada. Y no por la sonrisa macabra que le devolvía el cráneo sobre el que
hacía mucho goteaba correosa una bugía de unto —de unto humano—sino por su
interminable pasatiempo. Ese que agotaba sus noches (cuando no salía). Ese que
tomó prestado de la capa de su majestad
una noche de pasión en las brumas de su juventud y que, ahora, en los últimos tiempos, sentía que había de completar de una vez por todas.
>>Sobre la mesa, y ocupando toda su
extensión, el inacabado y confuso rompecabezas se burlaba de ella, una noche
más. Había de darse prisa, pues, de no hacerlo, al alba, aquel montón de
tablillas desaparecerían otra vez para regresar a la faltriquera de donde
salieron sin contarle absolutamente nada. Y ya estaba harta. Por eso, sus
temblorosas manos, enjutas y nudosas, más que otra noche, colocaban céleres las
piezas mientras su envenenado cerebro trataba una y otra vez de adivinar qué
representaría lo que hasta entonces llevaba construido.
>>Tras varios minutos más frente al
enigmático juego se dio cuenta de que la imagen que le devolvía el rompecabezas
le resultaba peligrosamente familiar. ¿Podría
ser? Comenzó a pensar. Pero no pudo ir mucho más allá: el maléfico gato,
que había dejado su cuenco tan limpio como antes de su decimocuarta siesta,
saltó ágilmente de debajo de la chimenea a la mesa, colocándose frente a ella.
La vieja iba a decirle algo, pero éste la interrumpió con un maullido que la
anciana conocía muy bien.
>>Vaciló:
>>—No, por favor, esta noche no; estoy
cansada y quiero acabar este maldito galimatías.
>>El gato, amenazante, no hizo ningún
movimiento salvo el de abrir un poco el hocico mostrando los colmillos. De
negarse, bufaría, lo sabía, aunque por el momento sólo la miraba tranquilo y
elegante a la espera —como fue— de doblegar su entereza.
>>La anciana, finalmente, cerró los
ojos, agachó la cabeza y asintió mientras arrastraba hacia atrás la carcomida
silla que la sostenía.
>>—De acuerdo, de acuerdo. Pero que
conste que una noche de estas vamos a tener un problema. La gente del pueblo
empieza a sospechar; tendríamos que acostumbrarnos a otras cosas por el
momento.
>>El gato, como si no hubiera
escuchado nada, ronroneó y comenzó a merodear complacido por encima de la mesa
observando el rompecabezas. En una primera ojeada no pareció darse cuenta de
nada; después de dar dos vueltas, sus verdes ojos centellearon extrañamente.
Dio una vuelta más y se tumbó encima de las piezas mirando hacia la anciana con
autosuficiencia. Esta se abrigaba ya para salir.
>>El gato maulló otra vez. Fuerte,
enseñando toda la dentadura.
>>—¡Ya voy!, ¡ya voy! (maldito gato)
—dijo para sus adentros, y continuó—; no sufras, ahora mismo me marcho
—concluyó arrastrando estas últimas palabras como si las llevase sujetas con
grilletes. Unos antiguos grilletes que saltaban a la vista con sólo verla
recorrer la pequeña estancia. Con ellos caminó hasta un pequeño armario al lado
de su jergón de donde sacó una rebeca de punto encarnado que se echó sobre los
hombros y se anudó. Luego se acercó a un rincón oscuro al lado de su mesa,
recogió una escoba y se encaminó a la puerta:
>>—Bueno, asqueroso tirano —dijo
dirigiéndose al gato—, allá voy. No tardaré mucho, así que no destroces nada ni
te comas ninguna pieza.
>>El gato levantó la cabeza y la miró
ansioso abriendo mucho los ojos. La mujer no dijo nada más, tan sólo se limitó
a arreglarse la ropa y cerrar la puerta tras de sí con un desabrido portazo.
>>El felino se relamió indiferente,
miró a la puerta y, suspirando, se puso a dormir sobre el rompecabezas. La
había educado bien…
Felipe se levantó de un salto.
—Pero ¿adónde vas? —le espetó enseguida
Pablo sorprendido de la repentina reacción de su amigo.
—A mear, joder —contestó éste perdiéndose en
la oscuridad—. ¿O es que no puedo?
—¿Seguro que no vas a cagar? —preguntó burlón
Juan. Pablo agradeció el cumplido.
—No, gilipollas. He bebido mucho refresco.
Carlos se levantó también y se dirigió hacían
donde había ido Felipe.
En cuanto Carlos desapareció de la vista,
Pablo se acercó hasta Juan y le dijo en susurros:
—¿Les gastamos una broma?
Juan sonrió complacido:
—Vale, ¿qué propones?
En el medio tiempo en que los chicos
terminaron sus ineludibles compromisos fisiológicos, Pablo le susurró su plan a
Juan.
—Pero tendrá que ser cuando acabe —le dijo
tratando de que los otros no les oyeran.
Pablo no parecía muy convencido. Su fuerte
carácter deseaba disfrutar de aquello cuanto antes.
Juan le tranquilizó:
—Es mejor luego, así el cangue les dura toda
la noche. —Se rio—. Si se lo hacemos ahora, el susto no les duraría una mierda.
En lo que yo acabo la historia ya se le ha pasado.
—¿Es muy jodida?
Juan volvió a sonreír delatando la farsa:
—Qué va. Da menos miedo que la de la semana
pasada.
A Pablo le brillaron los ojos:
—Bien, entonces sí, mejor luego. Se van a
cagar.
Juan tosió, tratando de disimular. Llegaban
Felipe y Carlos. Traían bolsas de guarrerías. Patatas y un revoltillo con aros
de cebolla, ruedas de carro y estrellitas.
—Pero no comáis eso, hombre —les recriminó
Pablo señalando a Felipe—. ¿No veis que os dejarán más fofos aún?
Felipe aprovechó para hacerle una buena peineta.
Pablo se encogió de hombros.
En cuanto se sentaron, Juan exclamó:
—¿Continuamos…?
*
* *
>>La anciana, una vez fuera, subió a
horcajadas en su escoba y pronunció entre dientes unas ignotas palabras que
enseguida la elevaron por los aires como si la hubiesen disparado.
>>Tan horrorosa resultaba la escena que ni siquiera los pájaros se
atrevían a cruzarse con aquel engendro del diablo. Tampoco a emitir ningún
sonido que los delatase.
>>Los ojos de la bruja buscaban con
ansia mientras sus manos se aferraban al engrasado mango de la escoba. Era la
única forma de placer que algunas noches solitarias aún se permitía —guiñó un
ojo a sus amigos—. Sin embargo, ya era muy vieja. Y mucho más lo era su acuosa
y desgastada vista. Además, la noche, que justo antes del alba es cuando
resulta más oscura, hacía que, definitivamente, no consiguiera ver nada. Guiándose
por las estrellas, adoptó un vuelo, digamos “digno”.
>>Sabía que lo que necesitaba estaría
en el pueblo y no por aquella zona, así que puso rumbo hasta allí.
>>Llevaría como un cuarto de hora
cuando escuchó un llanto.
>>No puede ser, pensó.
>>No, no puede ser tan fácil se dijo incrédula.
>>Sus manos se inclinaron hacia
adelante y descendió.
>>Se posó enseguida en el suelo a unos
pocos metros de donde partían los sollozos y escondió la escoba en unos matorrales.
Luego sacó una pequeña redoma de cristal de uno de los bolsillos de su raída
falda y se lo plantó frente al rostro para comprobar su consistencia. Contenía
un líquido lechoso de un azul tan fluorescente como los mismísimos abdómenes de
las luciérnagas.
>>Le quitó el corcho rápidamente e
ingirió la mitad del contenido. Luego guardó el resto de nuevo en el bolso.
>>El sabor era desagradable, mucho, pues
le costó tragarlo, y no era mujer de remilgos, precisamente. Segundos después,
su tez se tornó dolorida y su cuerpo empezó a estremecerse como si fuera a
perder los intestinos por el bajo vientre. No fue por mucho tiempo, también es
verdad (era un filtro muy rápido), pues, antes de que los llantos cesasen, sus
arrugas desaparecieron, su espalda se estiró, su pelo se volvió rubio y sedoso,
y su figura se convirtió en la de una joven de veinticinco años, de pechos
firmes y caderas generosas. Alguien cuya belleza (el filtro así había sido
conjurado a tal efecto) embobaría a cualquier hombre con solo mirarlo.
>>Arreglándose el porte, se encaminó presta
a través de las zarzas. Era agradable poder volver a sentirse ágil y fuerte de
nuevo. Lástima que no pudiese destilar aquel brebaje más que un par de veces al
año y que necesitara de tantas médulas para ello. Sí, lástima…
>>Apresurándose, llegó a un pequeño
claro en donde encontró solitario y compungido a un pequeño niño de unos cinco
años.
>>Acercándose conciliadora, le dijo
con voz dulce:
>>—Pero pequeño: ¿qué te ha pasado?
>>El niño, asustado y sin saber de
dónde había salido aquella mujer tan guapa, dio un respingo y dijo entre
balbuceos:
>>—No lo zé. Me he pezdido.
>>—Oh, pobrecito. —Y le acarició sus
sonrosadas mejillas—. Se ha perdido. ¿Y tu papá?
>>—No lo zé, ze cayó por un zitio al
intentad zalvad a Toby.
>>—¿Toby?
>>—Zí —respondió el niño sin dejar de
llorar —Mi pezdrito.
>>Entonces, el cerebro maquiavélico de
la anciana trabajó deprisa:
>>—Bueno, mira —comenzó—: ¿Por qué no te
vienes a mi casa, duermes un poco, y mañana por la mañana buscamos a tu papá?
>>El niño, inocente, viendo lo
cariñosa y amable que estaba siendo aquella desconocida, hizo lo que cualquier
niño, se aferró a las turgentes piernas de la mujer y asintió tratando de
controlar sus pucheros.
>>No tardaron mucho en estar rumbo a
la cabaña. La joven bailaba y saltaba entreteniendo al pequeño con antiguas
cancioncillas, procurando por todos los medios que no se aburriese o cansase.
No podía usar la escoba, obviamente, ni quería tener que usarla, pues cuanto
más fresca fuera la pieza, más jugo le sacaría. Ella, y el insaciable de su
gato y señor.
>>Durante el paseo le preguntó por su
familia, por su casa, por su perro, hasta por sus juguetes. Todo ello en una
interpretación perfecta de un juego color de rosa que al niño le iba poniendo cada
vez más contento, consiguiendo de momento que se olvidase por un rato de lo que
estaba sucediendo, dónde estaba sucediendo y de qué forma.
>>Tras media hora de feliz caminata,
llegaron a la cabaña.
>>—¿Ezta es zu caza? —preguntó el niño
sorprendido.
>>—Sí, cariño: ¿te gusta?
>>—La mía es máz bonita —exclamó el
pequeño con el rostro torcido—. Tiene máz cozaz y no eztá tan… tan… vieja
—concluyó al fin con ingenuidad.
>>—Ya lo sé, hijo —contestó ella
enseguida con un suspiro—, pero es que yo soy muy pobre y no me puedo permitir
otra mejor.
>>El niño se encogió de hombros y,
alegremente, caminó hacia la puerta jugando con un florecilla blanca que había
encontrado en el camino.
>>Cuando entraron,
el pequeño no dijo nada; No lo dijo, porque no pudo. Su expresión fue quien lo
delató. El lugar no le gustaba, saltaba a la vista, no se parecía a una casa normal;
o, por lo menos, no se parecía a su casa.
>>La joven anciana,
al darse cuenta, intervino rápidamente:
>>—Oh, ya sé que no es como la tuya,
pequeño; vivo sola y no necesito muchas más cosas de las que ves aquí.
>>—¿Vive zola? —preguntó el niño algo
más calmado.
>>—Así es, querido —entonces se acordó
y añadió—. Bueno, sola, lo que se dice sola, no. Vivo con él. —Y señaló al
gato.
>>El niño miró a la mesa.
>>El felino, al darse cuenta de que
hablaban de él, se puso de pie y empezó a mirarle mientras se relamía.
>>Lo normal es que a los niños les
gusten los animales; y lo gracioso es que este niño era de esos; pero aquél,
precisamente aquél, le dio mucho miedo.
>>La mujer intercedió cogiendo al niño
por una mano mientras con la otra —y por la espalda— le hacía señales al gato
para que se esfumase:
>>—Bueno, ahora te daré un caldito y
nos vamos a dormir; así podremos levantarnos mañana temprano para buscar a tu
papá. ¿Hay trato?
>>—Vale —respondió el pequeño un poco
asustado.
>>—Ven, siéntate aquí —le dijo
agradecida mostrándole la silla frente al rompecabezas.
>>El niño obedeció y pese a sentirse
horrorizado al ver la calavera con la vela, no dijo nada. Era verdad que tenía
cinco años, que le faltaban aún algunos dientes y que no medía más de un palmo,
pero, incluso así, era un niño muy despierto e inteligente. Enseguida le
vinieron a la mente los cuentos que su papá le contaba por las noches. Esos en
donde mujeres malvadas engañaba a los niños con chucherías y chocolates para
meterlos en una olla de la que luego alimentarse durante días. Y con ellos,
rápidamente, en lo que parecía estar viéndose envuelto; aunque ya era demasiado
tarde si lo que pensaba era verdad, y él era un niño, sólo un niño con grandes
esperanzas, así que se puso a mirar el rompecabezas, consolándose con el
alentador hecho de que la imagen de aquella mujer difería rotundamente de la
que él tenía de una bruja.
>>Aunque al rompecabezas todavía le
faltaban bastantes piezas, el pequeño parecía distinguir en él una estancia
tétricamente iluminada.
>>De repente, un plato con algo
parecido a una sopa cayó ante sus narices y la aterciopelada voz de la mujer le
espetó:
>>—Toma, chiquitín: aquí tienes tu
cena.
>>El niño la miró y exclamó
ingenuamente:
>>—Zeñora: ¿de qué ez ezte
dompecabezaz?
>>La mujer suspiró, miró a la mesa y
contestó con resignación, buscado una historia que el niño pudiese entender:
>>—Ah, el rompecabezas. Sí, se lo compré a un buhonero. Por lo visto, la imagen
que muestre me dirá cómo moriré —le sonrió entonces sin gracia—; no lo toques,
por favor. Venga, tómate el caldito —concluyó dándole una pequeña la cuchara.
>>El niño, desconociendo los
condimentos somníferos de su comida, empezó a tomarla silenciosamente.
>>La bruja se acercó a la chimenea,
cogió al gato y se sentó en la cama a leer un viejo y polvoriento libro.
Afortunadamente, el pequeño no podía entender el lenguaje empleado en él. De
ser así, de haber podido descifrar lo que en su lomo de piel humana había sido
escrito con la sangre del desdichado elegido, habría escapado. Lo hubiese hecho
aunque esto supusiera subir chimenea arriba dejándose las uñas en el intento.
>>Curioso y aburrido, empezó a colocar
mecánicamente piezas del rompecabezas mientras sorbía las calientes y poco
sabrosas cucharadas de sopa.
>>Los minutos pasaron y, poco a poco,
aunque el sopor se iba apoderando de él, sus manos, cada vez más lentas y
pesadas, seguían colocando tablillas.
>>La bruja le vigilaba de reojo.
>>Pocos minutos después, vencido
totalmente, el niño se desplomó sobre la mesa. La mujer no esperó más. Cerró rápidamente
el libro, se levantó de la cama y se acercó a la mesa.
>>Una vez allí, muy suavemente, le
cogió en brazos y, sin fijarse en nada más, lo acostó en la cama. Sobre la raída
manta.
>>Al gato se le encendieron los ojos e
hizo el amago de lanzarse hacia él.
>>—¡Quieto! —lo detuvo desesperada la
bruja—. ¡No te impacientes! Hay que esperar a que la droga haga efecto y
después, hay que trocearlo.
>>El gato, malhumorado, se volvió y se
tumbó junto a la chimenea haciendo los típicos ruidos de desaprobación cuando
un felino se retira. Tenía hambre, mucha hambre, y, seguramente, podría haber
despedazado al niño él solo si ella no se lo hubiera impedido.
>>Ésta, a medida que se acercaba a la
mesa para continuar con su rompecabezas, empezó a sentir con desagrado cómo de
dentro de sí volvía a brotar la anciana repúgnate que fuera hacía tan sólo unas
horas. Su cuerpo estaba cambiando de nuevo y su cara regresaba a la decrepitud
propia de su edad real, cubriéndose de pústulas y verrugas. Aunque nada que ver
con lo que vino después. Cuando llegó a la mesa, su cara envejeció aún más, sus
ojos se crisparon, y sus manos empezaron a temblar fruto de un ataque de
ansiedad.
>>Sonámbula, se sentó lentamente en la
silla.
>>¿Qué atrapaba tanto su miraba?: el
viejo rompecabezas.
>>El niño, durante su corta cena,
había colocado como si de un perfecto ebanista se tratase casi todas las piezas
del puzzle. ¡CASI TODAS LAS PIEZAS! Y éstas, macabras, dibujaban a la
perfección la habitación en la que ahora se encontraba.
>>Allí estaba. Allí se la veía,
sentada a la mesa, contemplando algo, tal como estaba sucediendo en ese preciso
instante.
>>En la imagen también se veía un niño
pequeño, de unos cinco años, dormitando en un raído camastro.
>>El pérfido ser, con más miedo que
curiosidad, se dispuso a terminar el rompecabezas. Sus manos temblaban y el
sudor frío recorría su rostro. Las cuatro últimas piezas eran las que mostraban
la ventana que la vieja tenía sobre su cabeza.
>>Y así se reveló. Cuatro cristales
atrapando la noche, TRAS LOS QUE un
encolerizado hombre la
apuntaba con una escopeta.
>>De repente, el gato bufó furioso
erizando el lomo.
>>La anciana, instintivamente y sin
pensar lo que hacia, miró a su compañero y luego hacia donde éste miraba.
>>No volvió a mirar nada más. Sus
sesos se esparcieron por toda la habitación precedidos de un ruido de
detonación y de cristales rotos.
>>En la ventana, un hombre temblando
con una escopeta humeante en la mano mirando al interior; En el interior, el
cuerpo decapitado de la bruja (aún sentado a la mesa) manando riadas de miasma
oscuro y ponzoñoso, y un gato que dudaba, dudaba, dudaba.
>>El canoso hombre entró enseguida por
el agujero de la ventana. Se le veía azorado, aunque en sus pequeños y
atemorizados ojos azules se podía apreciar una soterrada alegría.
>>Con paso firme y cauteloso se acercó
a la cama.
>>Llorando, cogió a su hijo y lo
abrazó contra su pecho mientras repetía alegre:
>>—Hijo mío. Dios te bendiga; ya estas
a salvo; ya estas a salvo, cariño.
>>Entonces, el niño, somnoliento,
abrió los ojos:
>>—Papá... —balbuceó antes de
desmayarse.
>>El hombre se lo echó al hombro para
poder recoger así su arma cuando un sonido extraño lo alarmó.
>>Se volvió y se horrorizó. El cuerpo
decapitado de la bruja, con los brazos extendidos y buscando a qué aferrarse,
se estaba levantando de la silla. Sus fluidos impregnaban repugnantes las
pútridas tablas del suelo mientras sus pies los extendían erráticos en su afán demoniaco
por acercarse hasta ellos.
>>Asustado, el hombre alargó la mano
para coger su escopeta y un dolor punzante lo perforó de repente. Se volvió
para ver qué sucedía y descubrió espeluznado cómo el maléfico gato le miraba
sonriente devorando su musculosa extremidad, arrancada de un zarpazo.
>>Apartando la mirada de su sangrante
muñón, sujetó fuertemente a su hijo, se lanzó por la ventana y corrió, corrió,
y corrió.
>>Después de al menos un cuarto de
hora de desesperada, cansada y dolorida carrera, se paró a recobrar el resuello. Sabía que no
tenía mucho tiempo y que mientras estuviese dentro de aquel bosque no estarían
seguros, así que paró lo justo para hacerse un torniquete y vendarse la muñeca
con un par de jirones arrancados a bocados de su propia ropa.
>>Al terminar, recogió al pequeño y ambos
desaparecieron en la espesura al amparo única y exclusivamente de sus rezos y
de las piernas de aquel fuerte cazador…
*
* *
—¡Uau! —exclamaron los tres niños mientras
miraban asombrados a Juan.
Todos, sentados en el suelo y con las caras
iluminadas por el fuego de la hoguera, mantuvieron el silencio por un momento.
Cada uno miraba al otro como diciendo: —Joder con la historia… —Y, por
supuesto, no se atrevían a mirar atrás.
Entonces Pablo, como si no hubiese entendido
algo, le preguntó a Juan:
—Oye, y el gato… ¿por qué no los persiguió?,
¿por qué no los mató?
—Muy sencillo, Pablo —respondió Juan—,
porque el cuerpo de la bruja le bastaba para saciar su hambre por aquella noche
y, porque, cuando acabó, aunque se hubiera quedado con hambre, ya era demasiado
tarde: el padre y el hijo ya habían cruzado los lindes de la comarca y estaba
empezando a amanecer.
—Oh, sí, seguro... —empezaron a decir los
tres niños con aire burlón, conscientes de la incapacidad de su amigo para
terminar las historias.
Se levantaron un poco decepcionados,
gastando bromas entre ellos.
Pablo aprovechó la coyuntura para hacerle un
disimulado gesto a Juan (que éste captó) mientras se acercaba hasta su tienda.
No tardó mucho en llegar. Al hacerlo, encontró a su cómplice interpretando el
papel de amigo ofendido:
—¿De verdad que no os creéis mi historia?
Mira que me duele. Que me duele hondo, ¿eh?
—No —respondieron los tres al unísono
mientras se reían. Pablo escondía una careta de monstruo en la espalda.
—Entonces, ¿qué me decís de esto, capullos?
—exclamó Juan lanzando cuatro pequeñas piezas de madera cerca de la hoguera.
Los tres niños, aún bromeando, las cogieron
con aire de indiferencia y cierta chulería.
Su expresión se torció un poco.
Lo que tenían entre las manos eran cuatro
piezas de un raído y viejo rompecabezas.
Miraron a Juan increpantes.
—Vamos..., montadlas —solicitó éste
triunfante.
Los tres niños, embelesados, las encajaron y
observaron la ventana de una vieja casa en la que había un encolerizado
personaje de pelo cano apuntándoles con una escopeta de caza. Pablo no cabía en
sí de gozo. Pues sí que se iban a cagar, sí. Juan no había escatimado en
detalles.
Le miraron asustados y empezaron a
apabullarle a preguntas.
Cuando se hubieron calmado un poco, Pablo le
lanzó un disimulado guiño cómplice a Juan, los mandó callar y le preguntó en
nombre de todos señalándole furtivamente la careta que escondía a sus espaldas:
—Pero bueno, ¿se puede saber de dónde has
sacado esto?
—De donde ya sabéis —contestó Juan misteriosamente.
Se adelantó Felipe:
—Entonces, si tú eras el niño que estuvo en
la casa, ¿por qué no nos lo contaste nunca? Podría haber otra bruja por este
bosque.
Juan,
dándoles la espalda, respondió sonriente:
—Porque te equivocas, Felipe; porque te
equivocas.
Los otros dos niños apoyaron a Felipe
diciendo:
—¿Cómo que se equivoca? No te entendemos.
Juan no dijo nada.
—¡Eh! ¡Te estamos hablando! —gritó Pablo
siguiendo la broma.
Juan siguió sin contestar.
—Bueno, Juan —comenzó Carlos, cansado de bromitas—, o eres idiota, o esas
historias que cuentas han acabado por trastornarle —concluyó acercándose hasta
él.
—No —pidió Pablo—. Déjame a mí. —Y pasando
por delante de ellos se acercó a su amigo tendiéndole sigiloso la careta.
Fuera ya del círculo de luz de la hoguera,
Pablo le dio un par de segundos, le cogió por los hombros y le volvió.
Sus rostros se quedaron impávidos. El de
Pablo también.
Frente a ellos, en incipiente
transformación, había un ser cuya cabeza era ya la de un gigantesco gato negro
mirándoles hambriento y babeante. La careta de monstruo yacía en el suelo,
donde Juan la había dejado caer. No la necesitaba. Los necesitaba a ellos, como
aquella noche de su historia…
El bosque, finalmente, se llenó de nuevo con
los últimos sonidos que tres pobres chicos emitirían jamás.
No crean que fueron los únicos. A veces, aunque
ya muy de vez en cuando, desaparece gente por esos contornos. Como decía al
principio, todas estas historias de la España extraña, todas, tienen una base
de realidad. Desgraciadamente, ésta, resultó más cierta de lo que puedan pensar.
Por si acaso, tengan cuidado si pasan por el Faedo de Ciaña, sobre todo, con
los gatos negros, los hombres sin sombra, o las mujeres bellas que les prometan
cuanto deseen.
Hay muchos mundos ahí fuera, y todos están
en éste.
Quedan advertidos…
(c) Rafael
Heka
2. El escritor
Premio Salial 2019
Sobre la chimenea, aquel
hombre, anciano ya, colocaba una vela.
Y lo hacía, como cada 23 de
Abril desde hacía muchos años. Ya casi había perdido la cuenta.
La cálida estancia amenizada
por las conversaciones de sus dos hijos era un lugar acogedor y entrañable.
Su mujer, Sophie, también
anciana, llegaba en ese momento de la cocina con un suculento pavo para la
cena.
La jornada había sido dura y
el día siguiente también lo sería.
Tom y James quitaron sus
sombreros de la mesa y ayudaron a su madre a trinchar y servir el pavo.
—¿James? —le inquirió la
mujer.
>>La cena está lista.
James mesó su robusto rostro
poblado de una barba de apenas dos o tres días y asintió camino de la mesa, no
sin antes abrir las ventanas para poder contemplar aquel cielo oscuro preñado
de estrellas sobre sus extensas tierras.
A lo lejos, las cabezas de
ganado de la familia pastaban tranquilas camino de un nuevo día.
Corría el año 1882.
Al sentarse, como cada 23 de
abril, recibió la misma pregunta de su mujer y los mismos ojos esperanzados de
sus hijos:
—¿Nos dirás hoy por qué
celebramos cada año este día?
El hombre no respondió, se
limito a coger sus cubiertos, esbozar una sonrisa bondadosa y comenzar a cenar
silenciosamente, como cada año.
* * *
Madrid, año 2004.
Por los pasillos del hospital,
abriendo puertas a toda velocidad, corría una camilla con un cuerpo convulsionante
e inconsciente, empujada por un ágil enfermero.
En pocos segundos se perdió
por la puerta de un quirófano en donde esperaba un elenco de cirujanos.
La cara del individuo en
cuestión estaba completamente destrozada. Un total amasijo de carne
ensangrentada.
Al cabo de casi 10 horas de
intervención el paciente puso rumbo a una habitación de la tercera planta con
la cabeza totalmente vendada.
* * *
La habitación estaba en
penumbra.
En un extremo, Jorge, con el
rostro aún oculto tras las gasas, dormitaba sereno y tranquilo intentando
adivinar los orígenes de los atenuados sonidos que se deslizaban por la
ventana:
Un pájaro, unos niños
gritando, coches, el viento.
El chirrido de los goznes de
la puerta llama su atención.
—La comida —pensó.
Se escuchaban unas ruedas de
goma y unos zuecos caminando.
Los goznes de la puerta
volvieron a sonar.
Jorge escuchó con atención.
Alguien parecía estar
subiéndose a una camilla cercana.
—¿Hay alguien ahí? —exclamó.
Desde la camilla situada a
pocos centímetros de la suya alguien contestó:
—Sí, compañero, estoy yo.
Jorge no dijo nada,
simplemente se limitó a apretar un llamador de pera que colgaba al lado del
cabecero de su cama.
A los pocos segundos apareció
una enfermera.
—¿Qué quiere? —le preguntó.
Sin importarle lo más mínimo
herir sensibilidades exclamó:
—Quisiera estar sólo. No me
apetece compartir mi espacio con nadie. ¿Podría trasladarme una habitación individual?
La enfermera, que tampoco
tenía tiempo para tonterías, le contestó:
—Lo sentimos caballero, pero
está usted en urgencias y aquí no sobran las habitaciones como en los hoteles.
Limítese, haga el favor, a descansar y no nos moleste si no es para algo
realmente necesario. En bastante mal estado está usted como para preocuparse
por semejantes estupideces.
Jorge no le respondió, le
dolía mucho la cara.
El silencio se apoderó de la
habitación.
Al cabo de un rato su
compañero le preguntó:
—Parece muy magullado, ¿qué le
ha ocurrido?
Jorge se dio la vuelta
arrastrando un amargo nada entre los
dientes.
* * *
Durante quince días Jorge
permaneció vendado mientras entraba y salía periódicamente de observación, y del
quirófano.
Todos los médicos pensaban que
iba a perder la vista y la verdad es casi fue así, un milagro lo salvó.
Su compañero de habitación
apenas hablaba con él, en parte, porque Jorge no se lo permitía; le irritaba su
voz; le irritaba la voz de todo el mundo.
Pronto aquel compañero se
marchó, y luego otro, y así sucesivamente otros que también se marcharon. Algunos
mejor parados, otros más vivos.
Nadie venía a verlo, ni
siquiera los domingos, ni siquiera el día de Navidad.
Nadie se relacionaba tampoco con
él. Alguna enfermera, pero poco más.
Con el tiempo salió de
urgencias. Ya no iba tan vendado aunque siguió así por algún tiempo, mientras
le hacían la cirugía reconstructiva que trataría de devolverle una cara
colocándole las facciones lo más cerca de su sitio.
Una tarde de lluvia le
trasladaron a la tercera planta. Una planta tranquila destinada a
convalecencias leves.
En ella, en la camilla
contigua, había un hombre mirando por la ventana.
Tenía una pierna escayolada y
sujeta en cabestrillo al armazón metálico situado sobre su cama.
—Bienvenido —le dijo.
Jorge no contestó.
El hombre no dejó su sonrisa;
al contrario, aquel comienzo pareció iluminar algo en su interior.
* * *
Pasaron los días y el estado de Jorge y su compañero de
habitación continuó frío y distante.
A veces veían la tele, otras
leían, otras escuchaban la radio. Situaciones forzadas por Carlos en un intento
de convivencia.
Una noche de esas en donde
nada de lo anterior resultaba tan estimulante como el contemplar la furia de
una buena tormenta a través de la habitación silenciosa y en penumbra, Jorge
exclamó:
—¿A usted no viene nadie a
verlo?
Carlos sonrió de nuevo:
—No,
compañero…
—¿No
tiene usted familia?
Carlos
pareció meditar la pregunta:
—Sí
—respondió al final como si para él aquel término significara algo más de lo
que significa a los demás.
—Entonces
¿por qué nadie lo viene a ver?
Carlos
sonrió de nuevo:
—¿Y
a usted?
Aquella
pregunta ensombreció el rostro de Jorge dejándolo mudo y nuevamente malhumorado
frente a la ventana.
—Venga,
hombre… —le instó Carlos—. No se ponga así, le contestaré.
>>Mi
familia no viene a visitarme porque vive muy lejos de aquí.
—¿Es
usted de otra ciudad?
Carlos
asintió divertido:
—Puede
usted decir que sí, amigo.
>>…y
no será porque no les echo de menos…
El
rostro de Jorge nuevamente se ensombreció, aunque esta vez lo hizo con una
pizca de dolor y lástima.
La relación entre Jorge y
Carlos mejoró. Hablaban de cosas triviales, del tiempo, del fútbol, de la tele,
de la comida, y de todo aquello que no suele afectar a la esfera de la vida
particular de cada uno. De esta, tanto Jorge como Carlos solían ser muy
reservados.
Un buen día a Carlos le llegó
el momento de marcharse. Su pierna estaba totalmente curada. Al día siguiente
le darían el alta.
Esa tarde, Jorge le miraba con
pena, la pena de aquél que se va a quedar solo. Tampoco le quedaba mucho, un
par de intervenciones y le mandarían a casa. Pero estaría solo. De nuevo.
Cuando la enfermera se hubo
marchado dejando tras de sí la cena en un par de bandejas plásticas, Carlos
preguntó:
—¿Me lo vas a contar?
Jorge no desvió la vista de la
televisión. Estaba viendo las noticias.
Un enorme silencio se hizo entre los dos.
—¿De qué serviría?
—¿De alivio…? —respondió
Carlos.
Por la cabeza de Jorge
emergieron multitud de deformados recuerdos, de dolorosas pérdidas. Dudaba, no
sabía si debía abrir aquella herida. Quizás sí, quizás fuese mejor que alguien
lo supiera, que alguien aliviara su dolor.
—¿De verdad crees que hacen
falta explicaciones?
Carlos asintió:
—Tengo toda la noche. —Y se recostó
en la cama apagando la luz.
Jorge agradeció el gesto, la
oscuridad le daba esa intimidad que despierta las confesiones y da valor a
todos aquellos que realmente anhelan vomitarlas de una vez.
—Pues yo no creo que hagan
falta tantas —comenzó.
>>Las ciudades matan,
Carlos; las ciudades matan…
…
>>Y a veces, matan desde
lo más profundo de tu corazón.
>>No me estoy refiriendo
a la polución o a los atropellos…
>>Me refiero a que
engaña a los seres humanos, los confunde, les muestra la vida de forma superficial,
deformada, cruel, difícil, fría.
>>Te hace pensar que con
tener un trabajo, un coche y dinero para comprar comida, ya te ganas la vida.
Qué bueno, ¿sabes?, en un libro de esos de empresa leí una vez que ganarse la
vida implica que la tienes perdida de antemano. Hasta en eso acabas engañado.
Un enorme silencio.
Carlos esperaba. Sabía…
La voz de Jorge sonó rota:
—¿Qué puede hacer un hombre
que ha perdido todo, que descubre que su vida ha sido un engaño, una mierda,
una pérdida de tiempo?
Carlos callaba, sabía que
responder no podía sino desviar lo que Jorge había de arrojar.
—Pues que lo mejor es coger tu
enorme coche de millones de pesetas y reventarte las tripas contra el muro de
hormigón más robusto que encuentres.
>>Tuve mujer: la muy
puta se marchó con otro más joven que yo cuando dejé de ser atractivo. Pero
atractivo en todos los sentidos, incluida la cartera.
>>También tuve hijos.
Dos: El primero calló en la droga en fiestas para niños gilipollas que lo
tienen todo y murió de S.I.D.A. hará ahora un año.
>>Mi otra hija se fue
con su madre cuando esta se marchó con su amante millonario. ¿Para qué quedarse
con su cutre padre? Para vivir de manera normal. No.
>>¿Sabes, Carlos?, yo
vengo del campo. De pequeño, mi familia criaba ganado en Ávila. Allí todo era
sencillo, lo que necesitabas lo tenías, eras autosuficiente. Recuerdo aquellas
noches tumbado en el campo mirando las estrellas. Mi perro, pobrecito. Mis
abuelos…
>>Pero un día, el espejismo de la ciudad me cautivó y me vine a
Madrid a estudiar finanzas para poder mejorar la gestión de la granja familiar.
>>El resto te lo puedes
imaginar. Saqué mi carrera, encontré trabajo, me quedé aquí y fui olvidándome
de todo aquello; mi familia fue desapareciendo y al final los terrenos y la
granja se vendió para costear la empresa de inversiones financieras que fundé
hace ya muchos años y de la que hoy mucha gente habla.
>>¿Qué te parece,
Carlos? Mandé todo a la mierda por un puñado de dólares. —Y sonrió.
Carlos también sonrió. Pero no
con la sonrisa caritativa que Jorge conocía tan bien. La sonrisa de Carlos era
una sonrisa de generosidad, de quien es capaz de curarte, la del padre que le
dice a su hijo: <<tranquilo, cariño, no pasa nada>>.
En boca de su compañero:
<<Bueno, hombre, a veces las cosas se solucionan>>.
Aquella última noche Carlos la
pasó borratajeando un legajo mientras Jorge padecía un insulso programa de
debate político. Que si Zapatero esto, que si Rajoy lo otro, que si Aznar.
Bueno, pues con Felipe. Tú lo que quieres es que vuelva Franco, etc, etc.
Cambiar no mejoró el panorama:
Unos con la Belén Esteban
a cuestas, otros con el Ángel Cristo y su circo de las drogas. En fin, un asco.
Jorge optó definitivamente por
apagar la televisión.
Carlos seguía escribe que te
escribe haciéndole salir humo a aquel Bic azul que ambos usaban para hacer los
pasatiempos de las furtivas revistas del corazón que caían en sus garras.
Con su imagen de ensimismado
escriba a la mortecina luz de servicios mínimos en la cabecera de su cama,
Jorge se durmió.
* * *
Jamás volvió a ver a Carlos.
Al despertar ya no estaba, y,
salvo el Bic azul que compartían, nada hubiera dicho que la habitación fue
ocupada por alguien más.
También él acabó por
marcharse.
Las intervenciones terminaron,
le dieron los dieciséis millones de recetas necesarias para terminar el
tratamiento, y en menos de lo que quiso darse cuenta, ya se hallaba en su frío
y solitario piso de La Castellana
tras salir del taxi, aguantar la entrevista de rigor del portero y el tercer
grado de la vecina del cuarto, loca de volverlo a ver.
Soltó las maletas y se tiró en
su sofá italiano de piel nubia con un taco enorme de correspondencia.
Bancos, facturas, publicidad,
bancos, compañía de seguros, y un sobre grande sin remite con su nombre
completo escrito a mano.
Indiferente, lo abrió y
extrajo un dossier de tres o cuatro folios escritos a mano con un post-it en la
portada.
<<De tu amigo Carlos>>,
rezaba.
Jorge se incorporó enseguida.
Un respingo de emoción
despertó una chispa de humanidad.
Sin más, cogió la puerta, ascensor,
portero <<hasta luego…>> taxi, restaurante de firma en Plaza
España.
Ya en la mesa frente a una
ensalada de frutos de temporada, leyó con ansiedad.
En la portada se podía leer:
“El Ranchero”
Pasó la hoja y en lo que
devoraba la ensalada, la codorniz y el soufflé confitado con borgoña, disfrutó
de la agradable historia de un granjero de finales de 1800 en los Estados
Unidos de América. Una historia francamente sencilla en donde el hombre llevaba
una vida tranquila junto a su mujer y sus dos hijos. La típica historia con
final feliz.
La última línea estaba sin
terminar.
Rezaba:
<<…y así termina la
historia de (espacio en blanco), un hombre que brilló tanto por su corazón,
como por su disposición para con su comunidad>>.
Jorge sacó su Montblanc de la
americana y firmó la cuenta.
Instintivamente, rubricó un
nombre en el espacio en blanco de la historia:
James
* * *
Tras la cena decidió pasear
por la Gran Vía
camino de Sol.
Al pasar por la Plaza de Callao se
sorprendió de encontrar el Fnac abierto.
<<Hoy es 23 de abril
caballero, día del libro, por eso el establecimiento permanecerá abierto hasta
las 24:00h>> le aclaró un dependiente.
Deambulando por las
estanterías decidió comprar un libro.
Historia, ensayo, autoayuda,
ciencia-ficción, fantasía. Géneros y más géneros en un deambular caótico camino
de la narrativa fresca de Anagrama.
“Bajo la piel”, “Acid house”,
“Wilt”, “La música del azar”, “Las puertas”. Éste.
Una enorme arcada de entrada
sobre un universo preñado de estrellas impactaba al lector desde su sencilla
diapositiva.
Charles Méliès firmaba aquel
conjunto de relatos fantásticos desde la Francia de principios de siglo XX. Un compendio
de relatos insólitos y sorprendentes que pasaron a la historia más que por su
imaginación por la capacidad de anticiparse a las realidades venideras.
Había historias sobre la Primera Guerra
Mundial, sobre la Segunda ,
de la Guerra Civil
Española; hasta se adelantó al asesinato de Kennedy.
Jorge pagó el libro, se lo
metieron escrupulosamente en una brillante bolsa del establecimiento y se
retiró a su elevada morada en un nuevo taxi que no dejó de maldecir el
asqueroso tráfico de la ciudad.
* * *
Ya en la cama, Jorge abrió el
libro.
Introducción, biografía, estadísticas,
repaso, estudio de los relatos y al fin, inicio:
A veces, las cosas se
solucionan
Charles Méliès
A Jorge le dio un vuelco el
corazón.
¿Cómo?
Instintivamente le dio la
vuelta al ejemplar y descubrió lo imposible. Su amigo Carlos le miraba
sonriente desde una foto en blanco y negro ¡realizada en 1923!
Era tarde, había bebido antes
de acostarse y aquello debía ser fruto del cansancio o de la mezcla de
medicamentos con el alcohol.
Mañana sería otro día.
Otro día de vacía vida en
donde tendría que empezar a ordenar su porvenir.
Sobre la cama quedó el legajo
con su firma y el ejemplar de Charles Méliès. Nada más.
(c) Rafael Heka
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